Desde que tenemos memoria los colombianos recordamos la cultura del café como uno de los signos distintivos de la nacionalidad: nos despertábamos con una taza de tinto, desayunábamos con el café con leche, a lo largo del día el tinto estimulaba los buenos hábitos del trabajo duro que construyó la riqueza de todas las regiones del país; la planta distintiva de nuestras laderas de clima medio era el cafeto; nuestra fuente de divisas en el mercado internacional de bienes provenían de la exportación del grano; la institución gremial por excelencia era la Federación de Cafeteros de Colombia, que con los ahorros de los cafeteros construyó carreteras, acueductos, escuelas, puestos de salud, e incluso dio origen a la emblemática Flota Mercante Grancolombiana, “orgullo nacional en los mares”, un banco, el Banco Cafetero, una aerolínea de gran importancia para el transporte aéreo nacional, Aces y, muchos logros más.
Pero no fue sino que el capitalismo monopolista mundial hundiera el acelerador de sus negocios depredadores, desbrozando la década de los años 90 del siglo pasado, para que la producción y la comercialización de café –así como las empresas construidas con el ahorro de los cafeteros– se volvieran un objetivo de los especuladores y las multinacionales del negocio. Impusieron el libre mercado que para ellos es sinónimo de comprar a bajo precio, prevalidos del monopolio de compra que han impuesto a todos los productos primarios, especialmente agrícolas. Solo la herencia institucional de una organización, apoyada por un fondo parafiscal, el Fondo Nacional del Café, alimentado por decenios por los sufridos caficultores, y apoyados en algunas ocasiones con recursos del presupuesto del gobierno nacional, pudieron paliar los primeros años del mercado libre. No olvidemos que una de las primeras exigencias, hechas por el inefable Banco Mundial, fue el desmonte de la Federación de Cafeteros: los capitalistas siempre exigen la mayor indefensión de sus víctimas, para colocarlas en la condición de “pelea de toche con guayaba madura”.
No obstante que muchas voces se levantaron para alertar sobre los peligros que se cernían sobre la industria, (con dirigentes estudiosos y serios como Jorge Robledo y Aurelio Suárez, impulsores de organizaciones como Unidad Cafetera y Salvación Agropecuaria), ni el gobierno ni la misma federación, burocratizada y poco representativa, prestaron atención a los llamados de atención. Que hoy el gerente general se sorprenda porque en el mercado de derivados de las bolsas mundiales de commodities, un saco físico de café soporte 35 sacos virtuales y que las trapisondas especulativas hundan los precios de venta, cuando la realidad muestra escasez del producto, es una ingenuidad supina o un acto de mala fe que linda con la traición nacional.
Hace unos meses escribí en esta misma columna que la peor plaga del café era el libre mercado. Los desastrosos resultados de producción y precio de los últimos años nos han dado, dolorosamente la razón, porque los verdaderos perjudicados son millones de compatriotas que viven del grano. Es hora de corregir el camino y defender nuestra producción con “uñas y dientes”, porque lo que está en juego es el empleo. Un bien al que ningún patriota auténtico renuncia: ¡en ello nos va la vida!
Pero no fue sino que el capitalismo monopolista mundial hundiera el acelerador de sus negocios depredadores, desbrozando la década de los años 90 del siglo pasado, para que la producción y la comercialización de café –así como las empresas construidas con el ahorro de los cafeteros– se volvieran un objetivo de los especuladores y las multinacionales del negocio. Impusieron el libre mercado que para ellos es sinónimo de comprar a bajo precio, prevalidos del monopolio de compra que han impuesto a todos los productos primarios, especialmente agrícolas. Solo la herencia institucional de una organización, apoyada por un fondo parafiscal, el Fondo Nacional del Café, alimentado por decenios por los sufridos caficultores, y apoyados en algunas ocasiones con recursos del presupuesto del gobierno nacional, pudieron paliar los primeros años del mercado libre. No olvidemos que una de las primeras exigencias, hechas por el inefable Banco Mundial, fue el desmonte de la Federación de Cafeteros: los capitalistas siempre exigen la mayor indefensión de sus víctimas, para colocarlas en la condición de “pelea de toche con guayaba madura”.
No obstante que muchas voces se levantaron para alertar sobre los peligros que se cernían sobre la industria, (con dirigentes estudiosos y serios como Jorge Robledo y Aurelio Suárez, impulsores de organizaciones como Unidad Cafetera y Salvación Agropecuaria), ni el gobierno ni la misma federación, burocratizada y poco representativa, prestaron atención a los llamados de atención. Que hoy el gerente general se sorprenda porque en el mercado de derivados de las bolsas mundiales de commodities, un saco físico de café soporte 35 sacos virtuales y que las trapisondas especulativas hundan los precios de venta, cuando la realidad muestra escasez del producto, es una ingenuidad supina o un acto de mala fe que linda con la traición nacional.
Hace unos meses escribí en esta misma columna que la peor plaga del café era el libre mercado. Los desastrosos resultados de producción y precio de los últimos años nos han dado, dolorosamente la razón, porque los verdaderos perjudicados son millones de compatriotas que viven del grano. Es hora de corregir el camino y defender nuestra producción con “uñas y dientes”, porque lo que está en juego es el empleo. Un bien al que ningún patriota auténtico renuncia: ¡en ello nos va la vida!
0 comentarios:
Publicar un comentario